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Introducción al Derecho y a la Seguridad Pública

FORMACIÓN INICIAL PARA POLICÍA PREVENTIVO

INTRODUCCIÓN AL DERECHO Y A LA SEGURIDAD PÚBLICA

1. Introducción al estudio del Derecho

1.1. Su origen

La historia del derecho puede ser definida de dos modos distintos, de acuerdo con el doble sentido que la propia palabra “historia” encierra. De un lado, la historia del derecho es la rama del saber que se ocupa del pasado jurídico (como en la expresión “la historia del derecho aborda prioritariamente en el período moderno”). Por otro lado, la historia del derecho es el objeto de ese mismo saber, aquello que está siendo estudiado (como por ejemplo en la expresión “la historia del derecho demuestra que la aparición de la propiedad fue un proceso discontinuo y complejo”).

La historia del derecho es estudiada y cultivada prioritariamente en las Facultades de Derecho, aunque hay innumerables historiadores que se dedican de modo profesional al objeto “derecho”, es en las academias jurídicas donde se ha dado su estudio de un modo más específico. Claro que esta afirmación depende de la idea concreta de historia del derecho que se adopte. Siendo un área que se mueve en más de un terreno de conocimiento, la propia definición disciplinar de la historia del derecho puede ser bastante controvertida. Pero un criterio válido en apariencia consiste en considerar como efectivamente histórico-jurídicos los estudios que centran sus instrumentos de análisis (sus hipótesis, su “objeto”, por emplear una expresión científica hoy en uso) en las cuestiones realmente jurídicas. Esto es, el derecho sería el centro de la preocupación teórica de estos estudios y no un mero instrumento de análisis. Como ejemplos de usos “instrumentales” del derecho (y que, por tanto, no serían rigurosamente estudios histórico-jurídicos), tenemos los análisis en los que la semántica del derecho (sus conceptos, su doctrina) es “utilizada” por un determinado estudio para presentar una cuestión más externa al derecho (como la política, la sociedad, la filosofía), o cuando las fuentes jurídicas (sobre todo procesos judiciales en el pasado) son usadas como medios para resolver y comprender cuestiones que no son estrictamente jurídicas (la investigación sobre la esclavitud, por ejemplo). Para hacer todavía más explícitos los ejemplos: si un sociólogo trabaja con problemas como la “libertad” o la “democracia”, o si un historiador basa todo su esfuerzo por conocer un período dado de la esclavitud de un país en las fuentes judiciales, tales hechos, por sí solos, no transforman estos estudios en “historia del derecho”. Al contrario, cuando la investigación se centra, de mono no instrumental, en analizar el pasado de cuestiones como “codificación”, “constitucionalismo”, “libertades” (por citar solo algunos ejemplos), y las estrategias de investigación toman en cuenta, en gran medida (aunque no exclusivamente), una comprensión y un análisis interno de estas fuentes (ya sea la ley, la doctrina o la costumbre del pasado, por ejemplo), estamos ante un estudio de historia del derecho. Para aclarar lo que se quiere decir: se puede, por ejemplo, utilizar una ley para un estudio que pertenezca a la historia social o económica (ejemplificando: analizar la Ley de Tierras de 1850 como un instrumento para comprender una etapa de la historia agraria brasileña), o para un análisis histórico-jurídico (continuando con el ejemplo: se utiliza la Ley de Tierras de 1850 para comprender cómo intervino el derecho en la modernización de la idea de propiedad moderna en Brasil).

Se repite que es evidente que esta es una distinción precaria, lo que es normal en una disciplina que transita por varios saberes. Es un criterio -hay que aclararlo- que no quiere caminar de modo alguno hacia el “encasillamiento” de la disciplina en el área del derecho y hacia su consecuente aislamiento de las áreas afines (como la historia en general, la filosofía, la sociología, etc.). Tanto es así que existen personas que trabajan en facultades de Historia o Ciencia Política (y no de Derecho) que pueden ser consideradas legítimamente como historiadores del derecho. Si el historiador del derecho no navega por otras áreas y se aísla en el saber jurídico corre el riesgo efectivo de elaborar una historiografía jurídica poco abierta e incluso estéril.

La historia del derecho, como su nombre lo indica, es una rama o capítulo de la historia general. Antes de señalar el objeto de estudio de la primera, convendrá, pues, de acuerdo en el mismo método que empleamos al hablar de la Sociología Jurídica, decir algunas palabras acerca de la historia, genéricamente considerada.

De acuerdo con la concepción tradicional, suele ésta ser definida como la narración de los sucesos ocurridos en el pasado. La definición es, en realidad, demasiado amplia, pues la historia no se refiere, ni podría hacerlo, a todos los sucesos pretéritos. La definición clásica únicamente tiene validez con tres restricciones:

  1. La primera obedece a la limitación de los conocimientos humanos acerca del pasado. Los conocimientos propiamente históricos sólo alcanzan hasta donde llega el testimonio escrito.
  2. La segunda es puramente convencional, y consiste en referir la historia exclusivamente a sucesos humanos. Teóricamente, nada impide concebir una historia no referida a la existencia del hombre. En su célebre obra De Dignitatis et Augmentis Scientiarum, Lord Bacon decía, por ejemplo, que la “historia es natural o civil. En cuanto a la división de la natural, sacámosla del estado y la condición de la naturaleza, la cual puede hallarse en tres estados diferentes y sufrir en cierto modo tres especies de regímenes. Porque, o es libre la naturaleza y se desarrolla en su curso ordinario, como en los cielos, los animales, las plantas y todo lo que se presenta a nuestra vista, o es, por virtud de la mala disposición y lo reacio de la materia rebelde, arrojada fuera de su estado, como en los monstruos, o, por último, en razón del arte y la industria humana, se constriñe, modela y en cierto modo rejuvenece, como en las obrar artificiales. “En la historia civil se relatan las hazañas del hombre. Sin duda, las cosas divinas no brillan en la historia natural como en la civil; de suerte que constituyen también una especie propia de historia que, comúnmente, se llama sagrada o eclesiástica”.
  3. La tercera limitación es la más importante, porque el historiador no le interesan todos los hechos ocurridos en el pasado, sino únicamente aquellos que han ejercido influencia considerable en el curso general de la vida humana. La historia sólo debe relatar, como decía Bacon, “Las hazañas” del hombre.

Los hechos históricos ofrecen, dice Antonio Caso, tres características esenciales, a saber: preteridad, unicidad e individualidad. Preteridad, en cuanto no hay historia del presente ni del futuro; unicidad, en cuanto los hechos históricos no se repiten; individualidad, en cuando la historia no se interesa por lo que los hechos pasados tienen en común, sino exclusivamente por lo que en ellos hay de diverso, de irreductible de único.

Estas características han dado lugar a la cuestión, siempre debatida, de si la historia es o no es ciencia. Pues resulta indudable que el conocimiento histórico no tiene cabida dentro del concepto aristotélico de ciencia. Si, como decía el Estagirita, no hay ciencia de lo particular como particular, tampoco habrá ciencia de los histórico, porque la historia se refiere precisamente a lo particular y nunca a lo genérico. Así, pues, habrá que optar por cualquiera de estos extremos: o se amplía el concepto aristotélico de ciencia, o la historia no es científica. Windelband ha optado por el primer extremo; la mayoría de los autores se decide por el último.

Si volvemos ahora a la historia del derecho, podemos decir que es una disciplina cuyo objeto consiste en el conocimiento de los sistemas jurídicos del pasado. Al referirse a los derechos de épocas pretéritas, el historiador sólo podrá, si quiere hacer historia, considerar a éstos en su unicidad e individualidad características, es decir, como productos culturales que han existido una vez y no habrán de repetirse nunca. La sociología jurídica puede también referirse a los ordenamientos jurídicos del pasado, pero, cuando lo hace, aplica al estudio de los mismos un método completamente distinto, y no dirige su interés a lo que esos sistemas tienen de individual, sino a las causas y factores determinantes de su aparición o de sus cambios. “La historia del derecho nos pondrá de manifiesto los acontecimientos de producción y modificación del derecho en su propia individualidad real: ofrecerá la película del desenvolvimiento del derecho encajado en el resto de los hechos históricos. La sociología del derecho versará, no sobre la sucesión de acontecimientos singulares en un determinado proceso histórico, sino sobre la realidad social del derecho y sobre la disposición y el funcionamiento general de los factores que intervienen en su gestación y evolución”.

1.2. Concepto y norma

El derecho, en su sentido objetivo, es un conjunto de normas. Trátese de preceptos imperativo-atributivos, es decir, de reglas que, además de imponer deberes, conceden facultades. Frente al obligado por una norma jurídica descubrimos siempre a otra persona facultada para exigirle el cumplimiento de los prescrito. La autorización concedida al pretensor por el precepto es el derecho en sentido subjetivo. El vocablo se usa en la acepción que acabamos de indicar, cuando se dice, por ejemplo, que todo propietario tiene derecho a deslindar su propiedad y al hacer o exigir que se haga el amojonamiento de la misma. En las frases: Pedro es estudiante de derecho, el derecho romano es formalista, las ramas del derecho público, la palabra se emplea en sentido objetivo.

El tecnicismo puede usarse para designar tanto un precepto aislado como un conjunto de normas, o incluso todo un sistema jurídico. Decimos, verbigracia: derecho sucesoria, derecho alemán, derecho italiano. Entre las dos acepciones fundamentales del sustantivo derecho existe una correlación perfecta. El derecho subjetivo es una función del objetivo. Éste es la norma que permite o prohíbe; aquel, el permiso derivado de la norma. El derecho subjetivo no se concibe fuera del objetivo, pues siendo la posibilidad de hacer (o de omitir) lícitamente algo, supone lógicamente la existencia de la norma que imprime a la conducta facultada el sello positivo de la licitud.

El derecho subjetivo se apoya en el objetivo, pero sería erróneo creer que el primero es sólo un aspecto o faceta del segundo, como Kelsen lo afirma. Valiéndose de una ingeniosa imagen, Georges Gurvitch ha comparado la relación que media entre ambos a la existente entre las superficies convexa y cóncava de un cono hueco; la última encuéntrase determinada por la otra, que le imprime su forma peculiar, mas no se confunde con ella.

Se ha discutido largamente si el derecho objetivo precede al subjetivo, o viceversa. Dejándose llevar por consideraciones de orden psicológico, algunos autores declaran que el subjetivo es lógicamente anterior, ya que el hombre adquiere, en primer término, la noción del derecho como facultad y sólo posteriormente, con ayuda de la reflexión, se eleva a la del derecho como norma. Otros sostienen que el subjetivo es una creación del objetivo y que, consecuentemente, la prioridad corresponde a éste. Los primeros confunden la prioridad psicológica con la de orden lógico; los segundos interpretan una simple correlación como sucesión de carácter temporal.

García Maynes cree que la polémica gira alrededor de un problema mal planteado, pues a las ideas de que tratamos no cabe aplicarles las categorías de la temporalidad. Los dos conceptos se implican recíprocamente; no hay derecho objetivo que no conceda facultades, ni derechos subjetivos que no dependan de una norma.

Derecho vigente y derecho positivo. Llamamos orden jurídico vigente al conjunto de normas imperativo-atributivos que en una cierta época y un país determinado la autoridad política declara obligatorias. El derecho vigente está integrado tanto por las reglas de origen consuetudinario que el poder público reconoce, como por los preceptos que formula. La vigencia deriva siempre de una serie de supuestos. Tales supuestos cambian con las diversas legislaciones. En lo que toca al derecho derecho-legislado, su vigencia encuéntrase condicionada por la reunión de ciertos requisitos que la ley enumera. No todo derecho vigente es positivo, ni todo derecho positivo es vigente. La vigencia es atributo puramente formal, el sello que el Estado imprime a las reglas jurídicas consuetudinarias, jurisprudenciales o legislativas sancionadas por él. La positividad es un hecho que estriba en la observancia de cualquier precepto, vigente o no vigente. La costumbre no aceptada por la autoridad política es derecho positivo, pero carece de validez formal. Y a la inversa: las disposiciones que el legislador crea tienen vigencia en todo caso, mas no siempre son acatadas. La circunstancia de que una ley no sea obedecida, no quita a ésta su vigencia.

La palabra norma suele usarse en dos sentidos: uno amplio y otro estricto: lato sensu aplicarse a toda regla de comportamiento, obligatoria o no; stricto sensu corresponde a la que impone deberes o confiere derechos. Las reglas prácticas cuyo cumplimiento es potestativo se llaman reglas técnicas. A las que tienen carácter obligatorio o son atributivas de facultades les damos el nombre de normas. Éstas imponen deberes o conceden derechos, mientras los juicios enunciativos se refieren siempre, como su denominación lo indica, a lo que es.

Las reglas prácticas de cumplimiento potestativo prescriben determinados medios, con vista a la realización de ciertos fines. Si se dice, por ejemplo, que para ir de un punto a otro por el camino más corto es necesario seguir la línea recta, formularé una regla técnica. Si se afirma: “debes honrar a tus padres”, se estará expresando una norma.

Los juicios enunciativos se podrán dividir en verdaderos y falsos. En relación con las normas no se habla de verdad o falsedad, sino de validez o invalidez. Las verdades expresadas por aquéllos pueden ser contingentes o necesarias. Si se afirma: “hace calor”, se enuncia algo verdadero, pero contingente, ya que más tarde tal vez haga frío. Si se afirma, en cambio, que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, se estará expresando algo que es cierto en todo tiempo y no puede ser de otro modo.

Las normas se clasifican en: morales, religiosas, sociales y jurídicas.

Las normas morales son reglas de conducta que provienen de nuestro interior, ya sea del bien y del mal y que, por lo tanto, únicamente nuestra conciencia será la que nos exija su cumplimiento, por ejemplo, el no ayudar a una persona de la tercera edad a cruzar la calle.

Las normas religiosas provienen de los dogmas que recibimos en el estudio o la práctica de creencias divinas y cuya observancia o desobediencia no será premiada o reclamada por el creador o ser divino en el que creemos, por ejemplo, ir a misa los domingos y dar limosna.

Las normas sociales son reglas de comportamiento que nos impone el grupo social al que pertenecemos como requisito para ser bien recibido en su entorno y que si no son acatados traería como consecuencia el menosprecio o repudio del grupo social, por ejemplo, vestirse de etiqueta en una reunión de clase alta y comportarse con cortesía.

Las normas jurídicas son reglas de conducta expedidas por el poder público para regular la pacífica convivencia de los seres humanos integrantes de una sociedad y cuya observancia no está sujeto a la aceptación o no por parte del destinatario, ya que si éste no cumple, puede verse forzado a cumplirlas por medio de la coacción, haciendo uso de la fuerza que tiene el Estado, por ejemplo, la aplicación de una sanción por el Código Penal de determinada entidad si una persona mata a otro ser humano.

1.3. Ley natural

Las leyes naturales son juicios enunciativos cuyo fin estriba en mostrar las relaciones indefectibles que en la naturaleza existen. Toda ley enseña, según la fórmula de Helmholtz, que “a determinadas condiciones, que en cierto respecto son iguales, se hallan siempre unidas determinadas consecuencias, que en otro cierto respecto también son iguales”. La misma idea se expresa diciendo que las leyes físicas indican relaciones de tipo casual. Entre dos sucesos hay un nexo de causalidad cuando, al presentarse el primero, en las condiciones que la ley enuncia, no puede el segundo dejar de ocurrir.

Por tanto, ley natural es un juicio que expresa relaciones constantes entre fenómenos.

Entre las leyes físicas y las normas de conducta existen las siguientes diferencias:

– La finalidad de la ley natural es la explicación de relaciones constantes entre fenómenos; el fin de las normas, provocar un comportamiento. Los principios científicos tienen un fin teórico; el de los juicios normativos es de orden práctico. Las leyes de la naturaleza no deben ser confundidas con las relaciones que expresan. No son enlaces entre hechos, sino fórmulas destinadas a explicarlos. La gravitación universal, por ejemplo, es una realidad; la ley de Newton, su expresión científica. Constituye un grave error la creencia de que las leyes naturales son causa de los fenómenos a que aluden. La ley no los produce; simplemente revela sus antecedentes y consecuentes. El enunciado: “el calor dilata los cuerpos”, no hace que éstos aumenten de volumen, cuando se les calienta; indica sólo un nexo causal entre la dilatación y el fenómeno que la provoca. Por toda la índole de su objetivo, las leyes naturales refiérense indefectiblemente a lo que es, en tanto que las normas estatuyen lo que debe ser. Aquellas no se dirigen a nadie; éstas sólo tienen sentido en relación con seres capaces de cumplirlas.

– Las leyes naturales implican la existencia de relaciones necesarias entre los fenómenos. El supuesto filosófico de toda norma es la libertad de los sujetos a quienes obliga. La ley física enuncia relaciones constantes, es decir, procesos que se desenvuelven siempre del mismo modo; las normas exigen una conducta que en todo caso debe ser observada, pero que, de hecho, puede no llegar a realizarse. A diferencia de las leyes naturales, que expresan relaciones indefectibles, las normas no se cumplen de manera ineluctable. Esta característica no deriva de las normas mismas, sino de la índole de los sujetos a quienes se encuentran destinadas. Los juicios normativos perderían su significación propia si las personas cuya conducta rigen no pudiesen dejar de obedecerlos. Toda norma hállese necesariamente referida a seres libres, es decir, a entes capaces de optar entre la violación y la obediencia. Con razón se ha escrito que si los destinatarios de un imperativo lo acatasen fatalmente, dejaría de ser regla de conducta, para transformarse en ley de la naturaleza. ¿Qué sentido tendría decir que los cuerpos, abandonados a su propio peso en el vacío, deben caer con igual velocidad? Indudablemente ninguno, pues ello no es debido, sino fatal. Los cuerpos caen en el vacío con la misma rapidez, no porque deban cares así, sino porque no pueden caer de otro modo. En cambio, sí tiene sentido declarar que los contratos legalmente celebrados deben ser puntualmente cumplidos, en cuanto el cumplimiento de un contrato no es necesario, sino obligatorio.

– Una ley natural es válida cuando es verdadera, o sea, cuando las relaciones a que su enunciado se refiere ocurren realmente, en la misma forma que éste indica. Para que las leyes físicas tengan validez es indispensable que los hechos las confirmen. Tal corroboración ha de ser total e indefectible, no parcial ni esporádica. Una sola excepción puede destruir un principio científico. Este aserto es corolario de la tesis anteriormente examinada, según la cual la existencia de relaciones necesarias es el supuesto de las leyes naturales. Las llamadas “leyes estadísticas” son leyes en sentido impropio, por su mismo carácter contingente. Mas que de auténticas legalidades trátese de generaciones cuyo valor depende del grado o medida en que la experiencia las confirme. En un sentido filosófico estricto, las normas son válidas cuando exigen un proceder intrínsecamente obligatorio. El concepto de obligatoriedad explícase en función de la idea de valor. Sólo tiene sentido afirmar que algo debe ser, si lo que se postula como debido es valioso. Por ejemplo: podemos decir que la justicia debe ser, en cuanto vale. Si careciese de valor no entenderíamos por qué su realización se encuentra normativamente prescrita.

Mientras la validez de las leyes físicas se halla supeditada a lo empírico, las normas ideales de la religión y la moral valen independientemente de la experiencia. De acuerdo con la doctrina del derecho natural, también hay normas y principios jurídicos a los que corresponde un valor absoluto. A la luz del criterio oficial, en cambio, la fuerza obligatoria de las normas del derecho no depende de la justicia instrínseca de lo prescrito, sino de ciertos elementos de orden extrínseco, relativos a la forma de creación de cada precepto. La Constitución de un país estatuye qué reglas debe observar el legislador ordinario cuando legisla sobre tal o cual materia; pero esas reglas no se refieren a la justicia o injusticia de las distintas leyes, sino a la forma o desarrollo del proceso legislativo. Cuando dichas exigencias han quedado cumplidas, el precepto legal es válido, y su validez deriva del cumplimiento de tales exigencias. Puede suceder que las normas creadas por los órganos legislativos no sean justas en todo caso. En la órbita de nuestra disciplina tendremos, pues, que distinguir el criterio formal de validez, relativo a las condiciones de elaboración de cada precepto, y el criterio material, exclusivamente referido al valor intrínseco de las distintas normas.

1.4. Moral y derecho. Características

Moral, es una palabra de origen latino, que proviene del término moris (costumbre). Se trata de un conjunto de creencias, costumbres, valores y normas de una persona o de un grupo social, que funciona como una guía para obrar. Es decir, la moral orienta acerca de que acciones son correctas (buenas) y cuales son incorrectas (malas).

De igual manera, se define a la moral como la suma total del conocimiento que se adquiere sobre lo más alto y noble, y que una persona respeta en su conducta. Las creencias sobre la moralidad son generalizadas y codificadas en una cierta cultura o en un grupo social determinado, por lo que la moral regula el comportamiento de sus miembros. Por otra parte, la moral suele ser identificada con los principios religiosos y éticos que una comunidad acuerda respetar.

El conjunto de normas morales es denominado como moralidad objetiva (existen como hechos sociales más allá de que el sujeto decida acatarlas). En cambio, los actos a través de los cuales la persona respeta o viola la norma moral conforman la moralidad subjetiva. Cabe mencionar que la idea de responsabilidad moral aparece con el convencimiento de que el accionar del individuo siempre se realiza con un fin, a menos de que se encuentra inconsciente (ya sea por una enfermedad mental, un desequilibrio psicológico, los efectos de una droga, etc.). Se dice que una persona que hace uno de los valores morales de su sociedad puede forjarse un mejor destino.

Derecho, proviene del término latino directum, que significa “lo que está conforme a la regla”. El derecho se inspira en postulados de justicia y constituye el orden normativo e institucional que regula la conducta humana en sociedad. La base del derecho son las relaciones sociales, las cuales determinan su contenido y carácter. Dicho de otra forma, el derecho es un conjunto de normas que permiten resolver los conflictos en el seno de una sociedad.

A la hora de hablar de derecho es fundamental que establezcamos cuales son sus fuentes, es decir, las ideas y los fundamentos en los que se basa aquel para poder desarrollarse y establecer sus principios básicos. En este sentido, tenemos que subrayar que sus citadas fuentes pueden determinarse, de manera general en tres grandes categorías: Las reales, que son las que vienen a establecer lo que es el contenido de una ley en cuestión. Las históricas, que son todos aquellos documentos antiguos que se emplean para referirse a lo que tienen el contenido de una ley. Las formales, que son las que se definen como todas aquellas acciones realizadas por distintos entes (individuos, Estado, organismos…) para proceder a crear lo que es la ley. Dentro de dicha categoría nos encontramos a su vez con la jurisprudencia, los tratados internacionales, la costumbre….

Características:

– Unilateralidad de la moral y bilateralidad del derecho. La diferencia esencial entre normas morales y preceptos jurídicos estriba en que las primeras son unilaterales y los segundos bilaterales. La unilateralidad de las reglas éticas se hace consistir en que frente al sujeto a quien obligan no hay otra persona autorizada para exigirle el cumplimiento de sus deberes. Las normas jurídicas son bilaterales porque imponen deberes correlativos de facultades o conceden derechos correlativos de obligaciones. Frente al jurídicamente obligado encontramos siempre a otra persona, facultada para reclamarle la observancia de lo prescrito. De hecho es posible conseguir, en contra de la voluntad de un individuo, la ejecución de un acto conforme o contrario a una norma ética. Pero nunca existe el derecho de reclamar el cumplimiento de una obligación moral. El pordiosero puede pedirnos una limosna, implorarla “por el amor de Dios”, mas no exigírnosla. La máxima que ordena socorrer al menesteroso no da a éste derechos contra nadie. A diferencia de las obligaciones éticas, las de índole jurídica no son únicamente, deberes, sino deudas. Y tienen tal carácter porque su observancia puede ser exigida, en ejercicio de un derecho, por un sujeto distinto del obligado.

Por su carácter bilateral, la regulación jurídica establece en todo caso relaciones entre diversas personas. Al obligado suele llamársele sujeto pasivo de la relación; a la persona autorizada para exigir de aquél la observancia de la norma denomínasele sujeto activo, facultado, derechohabiente o pretensor. La obligación del sujeto pasivo es una deuda, en cual el pretensor tiene derecho de reclamar el cumplimiento de la misma. León Petrasizky ha acuñado una fórmula que resume admirablemente la distinción que acabamos de esbozar, escribe que los preceptos del derecho son normas imperativos atributivas; las de la moral son puramente imperativas. Las primeras imponen deberes y, correlativamente, conceden facultades; las segundas imponen deberes, mas no conceden derechos. Pongamos un ejemplo: una persona presta a otra cien pesos, comprometiéndose el deudor a pagarlos en un plazo de dos meses, al vencerse el término estipulado, el mutuante puede, fundándose en una norma, exigir del mutuatario la devolución del dinero, la obligación del segundo no es, en este caso, un deber para consigo mismo, sino una deuda frente al otro sujeto; el deber jurídico de aquél no podría ser considerado como deuda, si correlativamente no existiese un derecho de otra persona.

Las normas morales establecen deberes del hombre para consigo mismo, en tanto que las jurídicas señalan las obligaciones que tiene frente a los demás. Esta fórmula es poco clara, porque las impuestas por los imperativos éticos pueden consistir en la ejecución de una conducta relativa a otros sujetos, distintos del obligado. La máxima que prohíbe mentir sólo puede ser cumplida en las relaciones interhumanas. Lo propio debe afirmarse del precepto que nos ordena ser caritativos. El deber de la caridad únicamente se concibe cuando un sujeto entra en relación con otros. Ello no quiere decir, sin embargo, que la obligación de socorrer al pobre sea una deuda frente a sus semejantes, aun cuando se manifieste en relación con ellos. Se trata de un deber del individuo para consigo mismo, precisamente porque sólo su conciencia puede reclamarle el acatamiento de lo ordenado. Metafóricamente podríamos decir que su conciencia es la única instancia autorizada para exigirle el cumplimiento de lo prescrito. Cosa distinta ocurre en el campo del derecho, porque las obligaciones que éste impone no solamente se manifiestan en las relaciones recíprocas de los hombres, sino que son deberes de carácter exigible. Tal exigibilidad es la que hace de ellos verdaderas deudas.

– Interioridad y exterioridad. Numerosos autores pretenden distinguir moral y derecho oponiendo a la interioridad de la primera la exterioridad del segundo. Tal criterio encuentra su antecedente -al menos en su formulación moderna- en una de las doctrinas morales de Kant. La teoría fue elaborada por el filósofo de Koenigsberg al explicar el concepto de voluntad pura. Posteriormente ha sido utilizada por los juristas para diferenciar las normas de que hemos venido hablando. Una conducta es buena, según el pensador prusiano, cuando concuerda, no sólo exterior, sino interiormente, con la regla ética. La simple concordancia externa, mecánica, del proceder con la norma, carece de significación a los ojos del moralista. Lo que da valor al acto no es el hecho aparente, la manifestación que puede ser captada por los sentidos, sino el móvil recóndito, la rectitud del propósito.

A la moral pragmática, que mide el mérito de la conducta en función de los resultados que produce, opone Kant la ética de las intenciones, para la cual el elemento decisivo es la pureza de la voluntad. Cuando una persona ejecuta un acto de acuerdo con el deber, mas no por respeto a éste, su comportamiento no merece el calificativo de virtuoso. Lo contrario ocurre si el sujeto no tiene más mira que el cumplimiento de la norma, y no se preocupa por las consecuencias de su actitud. La coincidencia externa constituye en este caso un fiel trasunto de la interna. Lo que el autor de la Critica de la Razón Pura llama interioridad es, por tanto, una modalidad o atributo de la voluntad. Para que una acción sea buena se requiere que el individuo obre no únicamente conforme al deber, sino por deber, es decir, sin otro propósito que el de cumplir la exigencia normativa. El pensador germánico lleva a tal extremo el rigorismo de su tesis, que niega valor moral a los actos efectuados por inclinación, aun cuando ésta sólo engendre efectos benéficos. Si un hombre socorre a un menesteroso para disfrutar del íntimo placer que el ejercicio de la caridad le produce, su actitud no posee valor ético alguno. La correspondencia exterior de un proceder con la regla no determina, por sí misma, la moralidad de aquél. Es simple legalidad, corteza que oculta o disfraza determinadas intenciones. La imagen evangélica de los “sepulcros blanqueados” alude a una distinción parecida. La actitud externa -palabras, gesto, ademán- es mera apariencia, envoltura que solamente tiene relieve moral cuando encubre un propósito sano.

Nada mejor, para completar la exposición que antecede, que repetir alguno de los ejemplos de la Fundamentación de la Metafísica de la Costumbres. Conservar la vida, dice Kant, es incuestionablemente un deber, pero su cumplimiento carece casi siempre de significación ética. El hombre que conserva su existencia por amor a ella no realiza un acto virtuoso, porque el objetivo de su conducta no es la obediencia de la norma, sino una inclinación hondamente arraigada en el instinto. Supongamos ahora que un infeliz, víctima de la adversidad, ha perdido todo apego a la existencia y, aun deseando morir, conserva la vida, sin amarla, no por temor o inclinación, sino exclusivamente por respeto al precepto que le ordena no atentar contra la misma. El comportamiento de este individuo tendrá un valor ético pleno.

La tesis de Kant ha sido aplicada a la cuestión que discutimos. Se ha sostenido que, a diferencia de la moral, la cual reclama ante todo la rectitud de los propósitos, el derecho se limita a prescribir la ejecución, puramente externa, de ciertos actos, sin tomar en cuenta el lado subjetivo de la actividad humana. El anterior criterio no es absoluto, pues la moral no sólo se preocupa por el fuero interno del sujeto, ni el derecho considera únicamente la exterioridad de las actitudes. Aquella demanda asimismo que obremos con rectitud y hagamos cristalizar en actos nuestros propósitos; y éste no busca de manera exclusiva la mera adecuación exterior, la simple legalidad, sino que atiende también a los resortes de la conducta. Una moral que solamente mandase pensar bien resultaría estéril. El moralista examina de manera preferente la pureza de nuestras miras, mas no desdeña las manifestaciones externas de la voluntad. Por ello exige que las buenas intenciones trasciendan a la práctica. De lo contrario, únicamente servirían “para empedrar el camino del infierno”.

Los intereses de la moral y el derecho siguen direcciones diversas, como lo expresa muy bien Gustavo Radbruch. La primera se preocupa por la vida interior de las personas, y por sus actos exteriores sólo en tanto que descubran la bondad o maldad de un proceder. El segundo atiende esencialmente a los actos externos y después a los de carácter íntimo, pero únicamente en cuanto poseen trascendencia para la colectividad. Al jurista le preocupa ante todo la dimensión objetiva de la conducta; el moralista estudia en primer término su dimensión subjetiva. Aquél pondera el valor social de las acciones; éste analiza la pureza de los pensamientos y la rectitud del querer. O, expresado en otros términos: el derecho refiérase a la realización de valores colectivos, mientras la moral persigue la de valores personales.

– Coercibilidad e Incoercibilidad. A la incoercibilidad de la moral suele oponerse la coercibilidad del derecho. Los deberes morales son incoercibles. Esto significa que su cumplimiento ha de efectuarse de manera espontánea. Puede ocurrir que alguien realice, sin su voluntad, ciertos actos ordenados o prohibidos por una norma. En tal hipótesis, lo que haga carecerá de significación ética. Si el acto es obligatorio no tendrá el sujeto ningún mérito; si aquél se encuentra vedado, resultará imposible declarar responsable a éste. Lo que el individuo ocasiona, movido por una fuerza extraña, no constituye un proceder. No es conducta, sino hecho. De conducta sólo cabe hablar tratándose de actos imputables al hombre, es decir, de actitudes que exterioricen sus intenciones y propósitos.

Lo inadmisible en el terreno moral conviértese en la esfera jurídica en posibilidad que se realiza con frecuencia. El derecho tolera y en ocasiones incluso prescribe el empleo de la fuerza, como medio para conseguir la observancia de sus preceptos. Cuando éstos no son espontáneamente acatados, exige de determinadas autoridades que obtengan coactivamente el cumplimiento. La posibilidad de recurrir a la violencia, con el fin de lograr la imposición de un deber jurídico, se halla, por tanto, normativamente reconocida. En lo que atañe a las obligaciones morales no hay posibilidad semejante.

Al decir que el derecho es coercible no prejuzgamos el debatido problema que consiste en establecer si la sanción es o no esencial a las normas jurídicas. Coercibilidad no significa, en nuestra terminología, existencia de una sanción. Si otorgásemos al vocablo tal sentido, resultaría impropio sostener que la coercibilidad es lo que distingue a la moral del derecho, ya que los mandamientos de la primera poseen también sus sanciones, aunque de otra índole. Por coercibilidad entendemos la posibilidad de que la norma sea cumplida en forma no espontánea, e incluso en contra de la voluntad del obligado. Ahora bien: esta posibilidad es independiente de la existencia de la sanción.

Autonomía y Heteronomía. Otra de las doctrinas de Kant que ha sido aplicada a la cuestión que nos ocupa, es la de la autonomía de la voluntad. Toda conducta moralmente valiosa debe representar el cumplimiento de una máxima que el sujeto se ha dado a sí mismo. Cuando la persona obra de acuerdo con un precepto que no deriva de su albedrío, sino de una voluntad extraña, su proceder es heterónomo, y carece, por consiguiente, de mérito moral.

En el ámbito de una legislación autónoma legislador y obligado se confunden. El autor de la regla es el mismo sujeto que debe cumplirla. Autonomía quiere decir autolegislación, reconocimiento espontáneo de un imperativo creado por la propia conciencia. Heteronomía es sujeción a un querer ajeno, renuncia a la facultad de autodeterminación normativa. En la esfera de una legislación heterónoma el legislador y el destinatario son personas distintas; frente al autor de la ley hay un grupo de súbditos.

De acuerdo con esta tesis los preceptos morales son autónomos, porque tienen su fuente en la voluntad de quienes deben acatarlos. Las normas del derecho son, por el contrario, heterónomas, ya que su origen no está en el albedrío de los particulares, sino en la voluntad de un sujeto diferente.

Toda norma ética requiere, para su realización, el asentimiento del obligado; las jurídicas poseen una pretensión de validez absoluta, independiente de la opinión de los destinatarios. El legislador dicta sus leyes de una manera autárquica, sin tomar en cuenta la voluntad de los súbditos. Aun cuando éstos no reconozcan la obligatoriedad de aquéllas, tal obligatoriedad subsiste, incluso en contra de sus convicciones personales.

La doctrina que acabamos de exponer se funda en una concepción, ya superada, del acto moral. Hartmann ha demostrado que la noción kantiana de autonomía es contradictoria. El autolegislador que describe el filósofo de Koeningsberg no es el hombre real, sino una voluntad absolutamente pura, incapaz de apartarse de lo que el deber prescribe. Las máximas oriundas de esa voluntad vales universalmente; todo ser racional ha de someterse a ellas. Frente a la voluntad buena, legisladora de la conducta humana, aparece el querer empírico. Distínguese de la voluntad pura en que, a diferencia de ella, puede obrar en contra de los imperativos morales. Sólo que, cuando éstos son violados, no pierden su validez. La exigencia normativa constituye, frente al infractor, una instancia independiente, a la que debe someterse. No se trata de un principio creado por el obligado, sino de una máxima que vale incondicionalmente para él, la obedezca o no la obedezca. Si frente al querer empírico, que es el único real, las reglas morales no forman una legislación subordinada a tal querer, tendremos que admitir que no son autónomas. Esto no significa, por su puesto, que provengan de otra voluntad. Quiere decir simplemente que valen por sí mismas, aun en la hipótesis de que el individuo a quien se dirigen no las acepte. Su obligatoriedad no podrá fundarse en una voluntad humana, sino en exigencias ideales y, en última instancia, en valores objetivos.

2. Introducción a la seguridad pública

2.2. Seguridad pública y su origen

La seguridad pública implica que los ciudadanos de una misma región puedan convivir en armonía, cada uno respetando los derechos individuales del otro. El Estado es el garante de la seguridad pública y el máximo responsable a la hora de evitar las alteraciones del orden social.

En este sentido, la seguridad pública es un servicio que debe ser universal (tiene que alcanzar a todas las personas) para proteger la integridad física de los ciudadanos y sus bienes. Para esto, existen las fuerzas de seguridad (como la policía), que trabajan en conjunto con el Poder Judicial.

Las fuerzas de la seguridad pública deben prevenir la comisión de delitos y reprimir éstos una vez que están curso. También es función de las fuerzas de seguridad perseguir a los delincuentes y entregarlos a la Justicia, que será la encargada de establecer los castigos correspondientes de acuerdo a la ley.

En este sentido hay que destacar entidades u organismos de todo el mundo que se encargan de llevar a cabo las acciones pertinentes para lograr que los ciudadanos de una zona o país en concreto estén a salvo de actos delictivos y vivan en armonía. Así, por ejemplo, en México existe un Sistema Nacional de Seguridad Pública que, entre otras cosas, lleva a cabo la distribución de las competencias que los municipios o el propio Estado Federal tienen en esta materia.

En el año 1994 es donde se encuentra el origen de dicho organismo mexicano que establece una política de seguridad pública, regula los procedimientos de incorporación de personas a los cuerpos y fuerzas de seguridad, controla las bases de datos sobre el citado personal y también sobre las estadísticas criminalísticas y ejecuta todas las políticas establecidas en materia de seguridad.

De la misma forma, no hay que obviar que en España a su vez existen diversas entidades que no sólo se encargan de desarrollar políticas y acciones en materia de seguridad pública, sino que también acometen el perfeccionamiento de los profesionales que trabajan en dicha área. Este sería el caso, por ejemplo, de la Escuela de Seguridad Pública de Andalucía (ESPA) que a diario acomete la puesta en marcha de talleres, cursos y jornadas técnicas con el claro objetivo de que policías o bomberos, entre otros profesionales, actualicen sus conocimientos y mejoren sus habilidades en pro de una mejor calidad de vida de los ciudadanos del lugar.

Por lo general, las grandes ciudades sufren problemas de seguridad pública, al presentar altas tasas de delitos. En cambio, los pequeños pueblos suelen ofrecer mejores condiciones de seguridad.

Esto, en cierta forma, está vinculado a la masividad, ya que los millones de habitantes de una urbe se vuelven anónimos. En los pueblos, es menos probable que una persona pueda delinquir sin que nadie se entere.

La seguridad pública también depende de la eficacia de la policía, del funcionamiento del Poder Judicial, de las políticas estatales y de las condiciones sociales. El debate respecto a la incidencia de la pobreza en la inseguridad siempre es polémico, aunque la mayoría de los especialistas establece una relación entre la tasa de pobreza y la cantidad de delitos.

2.3. Seguridad pública y seguridad ciudadana

La importante visión evolutiva de la seguridad se refleja en sus múltiples ma­nifestaciones y denominaciones, que dependen de los espacios geográficos que incorpora, de las diferentes situaciones consideradas como amenazas que debe afrontar, del sujeto que debe proteger y de las instituciones, organismos y sectores comprometidos con los diferentes niveles de protección. En este proceso de adaptación permanente, los conceptos que intentan interpretar la realidad, la función de la seguridad y los elementos involucra­dos, son superados cada vez que cobra importancia determinada situación de riesgo, de amenaza, mientras se diseña una nueva política o estrategia.

Todos los conceptos de seguridad son continuos, incluyentes e interre­lacionados, pues cada uno responde a una realidad específica, que genera un proceso particular para el diseño de una política pública, imprescindi­ble para la implementación de mecanismos, procedimientos y medidas por parte de los organismos gubernamentales e institucionales en la búsqueda de una mejor calidad y condición de convivencia social.

Una de las mayores preocupaciones de la sociedad actual es la relacio­nada con su propia seguridad. La preservación de su integridad física y la búsqueda de la garantía necesaria para el ejercicio de los derechos huma­nos, en un ambiente de libertad, de sana y tranquila convivencia en la que puedan alcanzar su autorrealización, desarrollo y bienestar comunitario. La seguridad en su más amplio sentido significa tener previsión, con­fianza y presunción de que se puede realizar determinada actividad, o sim­plemente tener certeza de poder realizar algo en el futuro. Esta percepción social depende tanto de la persona, sujeto activo, como de los demás ele­mentos que configuran esa percepción, entre los cuales los medios de comunicación social tienen un papel fundamental. Esta sensación de garantía para las personas y su actividad social se ve afectada por las conductas individuales y colectivas, por las condiciones so­ciales, económicas, políticas y culturales que conforman el entorno, mu­chas de las cuales se constituyen en factores de riesgo, o en verdaderas ame­nazas para la convivencia social.

Un amplio e inacabado debate se presta para identificar a los diversos factores de riesgo como la situación socio-económica de los países, que si bien no son causales directas, pues no se puede asociar pobreza con delin­cuencia, tampoco se puede desconocer que en los ambientes en los cuales prima la pobreza extrema, la marginalidad, desigualdad social, el desem­pleo y la falta de servicios y asistencia social, se agrava la vida de las fami­lias y las comunidades. En esas condiciones sociales se debilitan los valores morales y sociales que dan sustento a una convivencia tranquila y armóni­ca, que degeneran en conductas violentas y de irrespeto a la ley que final­mente se convierten en conductas delictivas.

La seguridad, según la OEA, en la Declaración de Montruis, “depende de la consolidación de la democracia y requiere esfuerzos dirigidos a la su­peración de la pobreza extrema, la que erosiona el desarrollo democrático y la convivencia social de nuestras naciones y que, por lo tanto, exige la apli­cación de medidas y programas que aseguren una mayor inversión social”.

De este ambiente socialmente desfavorecido y que no ha podido ser su­perado, se sirven los agentes del delito organizado transnacional, para con­formar redes que motivadas por su ambición de rápida riqueza desarrollan actividades económicas lucrativas al margen de la ley, valiéndose de la co­rrupción y burlando el accionar de la institucionalidad.

Estos vectores y agentes que afectan a la seguridad son comunes y no actúan en forma diferenciada. Sin embargo, conviene discernir entre la se­guridad ciudadana y pública, para una mejor compresión del problema y una adecuada discriminación de las instituciones comprometidas, a fin de determinar sus responsabilidades específicas en la prevención y control de este tipo de problemas que enfrenta la sociedad.

La seguridad ciudadana, y la seguridad pública que aparentemente son las mismas poseen factores que las diferencian, no obstante que ambas se preocupan por la integridad y el bienestar del ser humano. La amplitud del concepto de seguridad humana tiene su origen en el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD (1994); desde entonces se refiere a las condiciones de protección necesarias para la pro­moción del ser humano, con libertad y capacidad para generar su propio desarrollo individual y colectivo. Los cambios en las relaciones internacionales, como producto de la in­ternacionalización que caracteriza a la globalización, han favorecido a una acción transnacional creciente de los actores no estatales. Han configurado nuevas amenazas que afectan a la vida, la paz y la convivencia social. Esta nueva presencia e influjo transnacional ha cambiado la prioridad de la atención y protección que se debe dar a los individuos y las colectivi­dades, antes que en la protección del Estado, en vista de que una agresión proveniente de otros estados constituye en la actualidad una posibilidad ca­da vez más remota.

Sin tener una amenaza político militar externa, según Diamint, se co­mienza a desmilitarizar la seguridad; se avanza hacia una desmilitarización de las agendas de seguridad, con lo cual se propicia una ampliación de la agenda global y de la seguridad ciudadana (Diamint, 2000). Teniendo en vista la amplitud del concepto de seguridad y la necesaria complementariedad de las instituciones y órganos gubernamentales sobre la seguridad humana dentro del Estado, se puede advertir una convergen­cia de los dos ejes que conforman la seguridad ciudadana y la seguridad pú­blica, para lo cual es necesario establecer una clara diferenciación.

Para la seguridad ciudadana, la situación requerida representa una aspi­ración y una demanda social que le permita tener una vida tranquila y dig­na, sin afectación a su persona, a su patrimonio, con cierta garantía para el desarrollo de las actividades particulares y comunitarias.

La seguridad como percepción es un estado psicológico que puede ser alterado por situaciones reales o imaginarias, lo cual significa que a pesar de vivir en un ambiente de elevado nivel delictivo, se puede llegar a una resig­nación acomodaticia con el nivel de violencia, o a la inversa, la percepción social por influjo de la comunicación social puede llegar a ser superior al nivel concreto de victimización que posea la comunidad.

“El miedo y la violencia alteran el imaginario de la gente”, decía un ti­tular del diario El Comercio de Quito (Marzo, 2004), para luego mencio­nar que mientras un 10% de la población sufría robo en Quito, un 80% de la población estaba asustada. Para Carolina Reed, del Observatorio So­cial del Ecuador, esta es una muestra de cómo actúa la percepción sicológi­ca de la inseguridad entre los ciudadanos. Cuando se habla de las condiciones de ejecución de la seguridad ciuda­dana se hace referencia al equilibrio que debe existir entre la aplicación de medidas de seguridad preventivas y el respeto a los derechos y libertades ciudadanas. Si no se logra un equilibrio entre las medidas de seguridad y las libertades de los individuos se corre el riesgo de caer en un pánico so­cial, que agrava la real situación de inseguridad de la sociedad.

Las medidas de prevención y control que aplican los órganos de seguri­dad deben, por lo tanto, ser proporcionales al tipo e intensidad de las ame­nazas, con lo cual se preserva la recepción de seguridad y se evita una sobre reacción, que además de atentar a los derechos de las personas agrave la si­tuación con medidas represivas. Considerando la amplitud del concepto y la necesidad de la participa­ción multisectorial, la responsabilidad de la seguridad ciudadana es del go­bierno nacional y de los gobiernos locales, cuya acción operativa la llevan las diferentes instituciones y órganos de seguridad apoyadas por las organi­zaciones no gubernamentales que trabajan con la población.

Para los países del continente americano, la seguridad ciudadana invo­lucra elementos esenciales para el desarrollo de la sociedad; consideran por lo tanto que “la criminalidad, la impunidad y las deficiencias de los siste­mas judiciales y policiales afectan al normal desenvolvimiento de la vida de las sociedades, amenazan la consolidación de la democracia, deterioran los niveles de vida de las poblaciones e impiden la vigencia plena de los dere­chos humanos y las garantías de las personas”.

Por esta razón, el conjunto de acciones cooperativas deben ser una responsabilidad de los gobiernos, con el apoyo de las organizaciones sociales, para reducir las situaciones de riesgo, mejorar la calidad de vida de la población, fortalecer los valores cul­turales y cívicos que mejoren la convivencia.

La lucha contra la pobreza, el desempleo, la inequidad y la discrimina­ción social resultan esenciales para mejorar la calidad de vida y constituye el principal sustento de la seguridad ciudadana. actividades que son de res­ponsabilidad del gobierno nacional y de los gobiernos seccionales y que se enmarcan en la prevención social del delito. La seguridad pública, mientras tanto, está orientada a preservar el orden público y la paz ciudadana, en un ambiente que garantice la convivencia de la población.

La seguridad pública se dirige al hecho delincuencial y a sus actores, por lo que los órganos de seguridad actúan en forma preventiva, anticipándose al cometimiento de los actos delictuosos. En forma punitiva, en coordina­ción con el Ministerio Público, desde el sometimiento de la infracción o acto delictivo para reprimirlo, hasta llegar en forma cooperativa a la rein­serción social del infractor.

El énfasis de la seguridad pública se orienta más bien a “garantizar la paz y la seguridad interna del Estado, necesarias para propiciar el desarrollo so­ciopolítico y económico de los ciudadanos”. Esta garantía se obtiene me­diante la prevención situacional de los actos delictivos, con actividades más bien de carácter policial, relacionadas con el tiempo y las circunstancias in­mediatas del entorno delictivo, cumplidas con técnicas y tácticas especiali­zadas de la Policía. Las condiciones de ejecución de la prevención, control e intervención, se cumplen mediante la vigilancia, el patrullaje, las actividades de inteligen­cia policial, y otras operaciones policiales, encuadradas siempre dentro del marco de la ley y con respeto a los derechos humanos.

La seguridad pública es una responsabilidad directa del gobierno, de la Policía y del Ministerio Público como defensor de la sociedad de conformidad con la Constitución, con la finalidad de “prevenir en el cono­cimiento de las causas, dirigir y promover la investigación pre-procesal y procesal penal (para el cumplimiento de estas funciones dirigirá un cuerpo policial especializado y organizará un departamento médico legal), vigilar el funcionamiento y aplicación del régimen penitenciario y la rehabilitación social del delincuente, velar por la protección de las víctimas y coor­dinar y dirigir la lucha contra la corrupción”.

La seguridad pública se cumple mediante el combate de los hechos de­lictivos, la persecución y sanción de sus perpetradores con la finalidad de salvaguardar la integridad, los derechos y las libertades de la colectividad; así como de proteger las instalaciones, los servicios y en general el patrimo­nio de la sociedad. Las acciones y operaciones policiales deben cumplirse con base de los diversos instrumentos jurídicos, a partir de la política de se­guridad pública, sus planes y programas de acción cooperativa con las de­más instituciones responsables de la seguridad del Estado.

2.5. Política criminal

La Comisión Asesora de Política Criminal acoge la siguiente definición: “Es el conjunto de respuestas que un Estado estima necesario adoptar para hacerle frente a conductas consideradas reprochables o causantes de perjuicio social con el fin de garantizar la protección de los intereses esenciales del Estado y de los derechos de los residentes en el territorio bajo su jurisdicción. Dicho conjunto de respuestas puede ser de la más variada índole. Puede ser social, como cuando se promueve que los vecinos de un mismo barrio se hagan responsables de alertar a las autoridades acerca de la presencia de sucesos extraños que puedan estar asociados a la comisión de un delito (cita suprimida). También puede ser jurídica, como cuando se reforman las normas penales. Además, puede ser económica, como cuando se crean incentivos para estimular un determinado comportamiento o desincentivos para incrementarles los costos a quienes realicen conductas reprochables. Igualmente puede ser cultural, como cuando se adoptan campañas publicitarias por los medios masivos de comunicación para generar conciencia sobre las bondades o consecuencias nocivas de un determinado comportamiento que causa un grave perjuicio social. Adicionalmente pueden ser administrativas, como cuando se aumentan las medidas de seguridad carcelaria. Inclusive pueden ser tecnológicas, como cuando se decide emplear de manera sistemática un nuevo descubrimiento científico para obtener la prueba de un hecho constitutivo de una conducta típica”.

Por su parte, existen algunos elementos que deben rescatarse sobre aspectos que han sido reconocidos por la literatura, como, por ejemplo:

  • Tal como lo plantea Alberto Binder, la política criminal es una forma de violencia estatal organizada.
  • Desde la perspectiva de Díez Ripollés, es una especie de las políticas públicas.
  • Para Alessandro Baratta, desde un enfoque crítico, la política criminal se ocupa de la prevención y reac-ción del delito, y hace frente a las consecuencias.
  • Para Daniel Escobar, es una respuesta frente a comportamientos desviados.

Estas definiciones plantean de manera amplia que la política criminal se ocupa de comportamientos socialmente reprochables, a través de un amplio catálogo de medidas sociales, jurídicas, culturales, entre otras, las cuales deben ser lo más variadas posible, sin embargo, en la práctica vemos que, como lo ha resaltado la literatura, la noción de política criminal se asocia fundamentalmente al del funcionamiento del sistema penal, por lo cual existe una coincidencia con la política penal, en sus tres niveles: criminalización primaria, esto es construcción y definición de las normas y estrategias penales; criminalización secundaria, es decir, los procesos de investigación y judicialización; y criminalización terciaria, que se concentra fundamentalmente en la ejecución de las sanciones penales, ya sea en centros penitenciarios, o las distintas medidas contempladas en el marco de la ley 1098 de 2006.

A pesar de que se incluye en muchas de estas definiciones la prevención con una de las respuestas posibles que se incorporan en la política criminal, no es claro conceptualmente cómo se articulan aquellas respuestas preventivas que se dan en el marco de la política criminal, con aquellas que les corresponden a otros sectores administrativos, como el de la salud, la educación, la cultura, entre otros. De esta manera, se podría proponer que un criterio para diferenciar una política social de una política criminal, se evidenciaría en los criterios ideológicos establecidos para su definición. En este mismo debate, se podría formular la pregunta de si la política criminal es una herramienta para garantizar derechos, en cualquier caso, resulta claro que la dimensión penal de la política criminal es aquella establecida por parte del legislador a algunos de los conflictos sociales que considera de mayor relevancia, los cuales son diversos y plurales entre sí. En este sentido, el legislador, de manera positiva o negativa, en el proceso de criminalización de conductas escoge el catálogo de medios para enfrentarlos (u omite su elección).

Por otra parte, si bien es claro que la política criminal es una especie de la política pública, se deriva una dificultad para definirla como tal por la estructura del Estado y los sistemas jurídicos y políticos. Es necesario resaltar que las tradiciones más apegadas al ámbito penal de la política criminal se han desarrollado en el campo de la dogmática penal, propios de un sistema jurídico continental de derecho escrito. Por su parte la política pública proviene de una tradición anglosajona, desde la cual las respuestas a los problemas sociales se dan a través de decisiones políticas con otras visiones jurídicas y de estructura institucional. Sin embargo, el esfuerzo consiste en tratar de acerca esas tradiciones y comprender que el objeto de la política criminal se definiría desde una perspectiva institucional en la criminalización primaria, pero que también estaría en continua construcción a partir de cómo los distintos actores u operadores ponen en acción esa política.

A partir de esta aproximación, es posible anticipar que la definición de política criminal estaría atravesada por tres categorías:

  • El objeto de intervención al cual se dirige la norma, la política, la estrategia o la medida.
  • Los medios que se escogen para la intervención.
  • Los fines que se persiguen con el catálogo de medidas en el marco de la política criminal.

En primer lugar, el objeto de intervención está determinado por aquello que se encuentra definido como criminal o contravencional. Si bien se entiende que la prevención debe ser un elemento esencial de la política criminal, desde una perspectiva institucional es necesario establecer límites con otras políticas orientadas en concreto a la satisfacción de derechos. No es deseable que, en el marco de un estado social de derecho, la garantía, satisfacción y restablecimiento de derechos esté en el ámbito de la política criminal, más allá de aquellas garantías y derechos que están intrínsecamente relacionados con su funcionamiento. Así las cosas, la adopción de estrategias penales, penitenciarias, post-penitenciarias y el establecimiento de sinergias con otro tipo de políticas que tengan efectos de prevención secundaria o terciara, frente a fenómenos criminales, ocuparía la atención de la política criminal.

En segundo lugar, los medios, tal como lo plantean la Corte Constitucional y la Comisión asesora para la Política Criminal, pueden involucrar respuestas de la más variada índole. Dentro de estas respuestas está contemplada la sanción penal, pero también procesos de justicia restaurativa, medidas alternativas y los programas de prevención, a modo de ejemplo.

Finalmente, los fines que se persiguen se encuentran determinados, al igual que los medios, por unos criterios políticos y axiológicos, que determinan cuál es el resultado que se busca lograr con la intervención. Dentro de los fines se pueden encontrar también muchas alternativas, las cuales no necesariamente se excluyen entre sí. Entre otros, son fines la retribución, la inclusión social, la prevención, la resolución del conflicto, la reconstrucción del tejido social, la reintegración social del condenado, la administración del crimen y de la venganza, etcétera.

Desde la perspectiva analítica y operativa que debe desempeñar el Observatorio de Política Criminal, se ha llegado al consenso de que la definición de los problemas debe darse en función del elemento criminal. Esto quiere decir que, en el proceso de criminalización primaria, el Estado propone la adopción de una u otra estrategia para atender los conflictos sociales, y en este proceso se define el campo de la política criminal. Desde esta perspectiva, existirían tres subconjuntos de la política que podría resultar relevantes para la aproximación: 1) la política penal, 2) la política de administración de justicia penal y 3) las políticas penitenciarias o de ejecución de las sanciones.

De esta manera, el ámbito de análisis, seguimiento y evaluación de la política criminal comprendería:

  1. Los comportamientos que han sido criminalizados, no como un dato natural, sino como un fenómeno en constante transformación y que ha sido definido desde el Estado.
  2. La política criminal también debe ocuparse por estudiar aquellos hechos que no se encuentran criminalizados, pero que tienen relevancia en el contexto criminal o deberían ser integrados a éste.
  3. Por último, la política criminal debe tener especial interés en desarrollar un análisis de la política, para comprender cómo el funcionamiento de ésta tiene incidencias sobre los fenómenos y sobre el contexto social.

Desde esta perspectiva, no se podría dejar de lado que este proceso de análisis, seguimiento y evaluación estaría atravesado por dos procesos: los niveles de criminalización (primaria, secundaria y terciaria) que mencionamos previamente y el ciclo de política (diagnóstico, definición del problema, búsqueda de la respuesta adecuada, implementación, seguimiento y evaluación), procesos que coinciden entre sí. La aproximación a estos procesos permitirá que este concepto de política criminal se entienda en constante movimiento.

Para concluir, entonces, se propone como concepto de política criminal una especie de las políticas públicas que tiene como objeto aquellos comportamientos criminalizados (delitos y contravenciones), frente a los cuales puede proponer un amplio catálogo de medidas y de fines que corresponden a consideraciones éticas (sobre la justicia y el reproche) y políticas (sobre la conveniencia, pertinencia y legitimidad). Esta política criminal deberá ser entendida como una política de carácter prescriptivo, cuyo objeto podrá variar de acuerdo a distintas consideraciones sociales.

2.6. Prevención del delito

La prevención del delito o prevención de la delincuencia es el intento de reducir los delitos y disuadir a los delincuentes. El término se aplica específicamente a los esfuerzos de los gobiernos para disminuir los delitos, aplicar la ley y mantener la justicia penal. La idea de prevención alude a las acciones que se llevan a cabo para evitar un problema posterior. Un delito, en tanto, es un hecho que viola lo establecido por la ley. La prevención del delito, de este modo, implica el desarrollo de diversas labores con el objetivo de minimizar la concreción de actos delictivos. La noción se vincula al trabajo desarrollado por los gobiernos para tratar de garantizar la seguridad.

Es importante destacar que la prevención del delito puede encararse desde diversas perspectivas. El objetivo es disuadir a las personas de incurrir en actos ilegales que generan todo tipo de daños y provocan numerosas víctimas.

Para que se cometa un delito, debe haber una persona dispuesta a adoptar una conducta opuesta a lo legal. Dicho individuo además tiene que contar con los recursos necesarios (materiales y simbólicos) para cometer el hecho, los cuales utilizará cuando se le presente una oportunidad para actuar.

Esto quiere decir que la prevención del delito tiene que impedir que los sujetos se planteen la posibilidad de quebrantar la ley. Además debe quitar herramientas a los delincuentes y eliminar sus oportunidades de acción. Por eso se necesita complementar los esfuerzos de los establecimientos educativos y de las fuerzas de seguridad, por ejemplo.

Luchar contra el abandono escolar; favorecer el acceso al mercado laboral; fomentar las actividades culturales y recreativas de acceso libre y gratuito; combatir el narcotráfico y el consumo de drogas; incrementar la vigilancia en las calles, y forjar un sistema judicial rápido y eficiente son algunas de las pautas que pueden formar parte de un plan de prevención del delito.

Ahondando más en este concepto, podemos advertir al menos tres tipos de prevención del delito, dependiendo del momento en el cual se lleva a cabo, algo similar a lo que ocurre en el ámbito de la salud pública. La primara es precisamente la que se ubica antes de que una persona se convierta en delincuente, antes de que sienta la motivación o el deseo de formar parte de un acto prohibido por las leyes.

Como se menciona más arriba, la educación es uno de los puntos fundamentales, ya que nos da herramientas para que convivamos en armonía con la sociedad, para que accedamos a un puesto de trabajo y nos mantengamos económicamente de forma legal. Además, por medio de la educación aprendemos a tratarnos y tratar a los demás de una forma respetuosa, y esto puede evitar potenciales problemas con las drogas, la violencia familiar y los actos de vandalismo, entre otras conductas punibles.

La prevención secundaria del delito se basa en la aplicación de técnicas enfocadas en los jóvenes que probablemente incurrirán en la delincuencia, sobre todo en aquellos que dejan sus estudios durante la adolescencia o comienzan a formar parte de una pandilla. Los barrios en los cuales se ponen en funcionamiento estas estrategias tienen un índice muy alto de criminalidad, y por eso existe una interminable discusión entre quienes consideran que estas personas no merecen una segunda oportunidad y quienes luchan por brindársela.

Cuando el delito ya ha ocurrido, no todo está perdido sino que entra en acción la prevención terciaria, que tiene como objetivo evitar la reincidencia. Destaca en la historia reciente la prevención del delito que tuvo lugar después de los atentados terroristas que azotaron los Estados Unidos en el año 2001. En estos casos, el enfoque se sitúa en las oportunidades de delinquir, y los especialistas intentan reducirlas por todos los medios. Dos ejemplos claros son el aumento de la dificultad o de los riesgos que acarrearía la comisión de un delito dado; en palabras simples, una cerca vuelve más difícil entrar por la fuerza en una casa y si la electrificamos, al riesgo de encarcelamiento se suma un daño físico.

FUENTES DE CONSULTA

  • Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Publicada en el Diario Oficial de la Federación en fecha 5 de febrero de 1917. Última reforma publicada en el DOF en fecha 15 de agosto de 2016.
  • Código Nacional de Procedimientos Penales. Publicado en el Diario Oficial de la Federación en fecha 5 de marzo de 2014. Última reforma publicada en el DOF en fecha 17 de junio de 2016.
  • Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Publicada en el Diario Oficial de la Federación el 2 de enero de 2009. Última reforma publicada el 17 de junio de 2016.
  • García Maynez, Eduardo. Introducción al Estudio del Derecho. Editorial Porrúa. México, edición 65, 2014.
  • Marcelo Fonseca, Ricardo. Introducción Teórica a la Historia del Derecho. Editorial Dykinson. Madrid 2012.

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